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Ciencias y Nuevas Tecnologías

El telescopio espacial James Webb, nuestro nuevo ojo en el universo

El telescopio espacial más avanzado del mundo será puesto en órbita el próximo 24 de diciembre. Esta maravilla de la ingeniería espacial permitirá acercarnos como nunca a los confines del universo y servirá para arrojar nueva luz en la búsqueda de vida más allá de nuestro sistema solar. Te contamos los detalles.

Representación del Telescopio Espacial James Webb

Si no hay ningún imprevisto, el Telescopio Espacial James Webb alcanzará dentro de un mes el punto de Lagrange 2 (uno de los cinco puntos entre la Tierra y el Sol en el que siempre se mantiene la misma distancia entre ambos cuerpos celestes), situado a aproximadamente 1,5 millones de kilómetros de nuestro planeta.

Después de años de retrasos y más de 10.000 millones de dólares de inversión -casi 10 veces más que lo presupuestado-, el próximo 24 de diciembre el Telescopio Espacial James Webb será, por fin, enviado al espacio desde la Guyana Francesa. Pero, más allá de estas polémicas, el observatorio más caro de la historia espacial permitirá a la comunidad científica conocer misterios insondables del universo, como la formación de las primeras galaxias o la existencia de indicios de vida en planetas extrasolares.

El James Webb es el telescopio espacial más grande y más potente del mundo. Sin embargo, precisamente su enorme tamaño presenta un importante desafío para la comunidad científica. Para hacernos una idea, el conjunto de espejos de observatorio mide unos 6,5 metros de diámetro, lo que determina una superficie colectora de luz 7 veces mayor a la del Hubble, lo que se traducirá en una potencia hasta 100 veces superior a la del antiguo telescopio espacial.

Ese sistema de espejos, llamado Optical Telescope Element, tiene una valiosa misión: captar la luz del espacio para dirigirla hacia los instrumentos científicos encargados de su análisis. Está formado por 18 segmentos hexagonales hechos de berilio y recubiertos de una película de oro, diseñados para funcionar como una única pieza, aunque plegados de tal forma que puedan caber en el interior de un cohete.

La clave está en los espejos hexagonales

Gracias que están formados a partir de piezas de seis lados se reducen los huecos entre las piezas. Si los segmentos fueran circulares, por ejemplo, siempre quedaría algún hueco entre ellos. De este modo la simetría permite maximizar las prestaciones ópticas del telescopio. Por otro lado, la forma hexagonal consigue asimilarse aun círculo, lo que permite enfocar la luz en un punto compacto. Un espejo ovalado, por ejemplo, daría imágenes alargadas, mientras que uno cuadrado enviaría parte de la luz fuera de la región central.

El escudo térmico, una pieza clave

Sin embargo, si hay un elemento indispensable para el buen funcionamiento del telescopio,ese es el escudo térmico. Para poder detectar señales débiles de luz, el observatorio deberá mantenerse a una temperatura muy baja. Para ayudar a este fin, el James Webb cuenta con una especie de parasol gigante que lo protegerá de las fuentes eternas de luz y calor (como el Sol, la Tierra y la Luna), o del propio calor emitido por el telescopio. Se trata de una estructura del tamaño de una pista de tenis que proporciona sombra y reduce la temperatura, algo indispensable para el buen funcionamiento del observatorio.

De manera más específica, este dispositivo consta de 5 finas capas milimétricas compuestas de un material sintético llamado kapton y recubiertas de silicona. La capa más externa, expuesta directamente al Sol, llegará a los 85 ºC de temperatura, mientras que la más interna y cercana al telescopio, situada solo a unos pocos centímetros de distancia, permanecerá a unos -233 °C.

Captando la luz infrarroja

Otra de las diferencias con otros observatorios astronómicos es el tipo de luz con el que trabajan. A diferencia del Telescopio Espacial Hubble, que captaba especialmente luz visible y ultravioleta, el James Webb se centrará en la luz infrarroja, un espectro de baja frecuencia que arrojará pistas sobre los confines del universo. Eso se debe a que, debido a que el universo se encuentra en constante expansión, los cuerpos celestes más lejanos, continúan alejándose, lo que provoca que la luz que viaja a través de esas galaxias lejanas siga expandiéndose, ‘estirándose’. Gracias a cuatro instrumentos de gran precisión, el James Webb será capaz de captar esas luces infrarrojas (de longitudes de ondas de entre 0,6 y 28,5 micrómetros) emitidas desde los confines del universo.

En busca del universo primigenio

Una de las principales misiones del James Webb será acercarnos a una parte de la historia del universo nunca antes captada: el nacimiento del universo, hace unos 13.500 millones de años, y la formación de las primeras estrellas y galaxias, cuya luz ultravioleta y visible llega hoy a nuestro ‘ojo cósmico’ en forma de luz infrarroja.

Pero eso no es todo. La información recabada por este potente telescopio permitirá estudiar la atmósfera de los exoplanetas -aquellos planetas que se encuentran fuera del sistema solar- para determinar la probabilidad de que exista agua, uno de los ingredientes necesarios para la vida. En definitiva, en palabras de la NASA: “El James Webb explorará todas las fases de la historia cósmica y ayudará a la humanidad a comprender los orígenes del universo y nuestro lugar en él”.

 

 

 

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LP 890-9c, planeta potencialmente habitable

En órbita a LP 890-9, una estrella enana roja también conocida como TOI-4306 o SPECULOOS-2 y situada a unos 100 años-luz de la Tierra, se ha corroborado la existencia de un planeta y descubierto otro más. El recién descubierto se halla dentro de la zona habitable alrededor de su estrella, la franja orbital en la cual el calor recibido de la estrella, al no resultar insuficiente ni excesivo, permite la existencia de agua líquida en la superficie de un planeta de tipo terrestre.

La investigación que ha culminado con estos hallazgos es obra del equipo internacional de Laetitia Delrez, de la Universidad de Lieja en Bélgica.

El primer planeta, LP 890-9b (o TOI-4306b), el más cercano a su estrella, fue inicialmente identificado por el telescopio espacial TESS (Transiting Exoplanet Survey Satellite) de la NASA. Este planeta, que es un 30 por ciento más grande que la Tierra, completa una órbita alrededor de la estrella en solo 2,7 días. Dado que está demasiado cerca de su estrella (a unos 2,8 millones de kilómetros), su temperatura es demasiado elevada para que resulte factible la vida en él.

El segundo planeta, LP 890-9c (o SPECULOOS-2c), es aproximadamente un 40 por ciento más grande que la Tierra. Por tamaño, es similar a LP 890-9b, pero tiene un período orbital más largo, de unos 8,5 días. Está a una distancia adecuada de su estrella (a casi 6 millones de kilómetros) para que el calor recibido de ella sea el adecuado para permitir la existencia de agua líquida en su superficie. El flujo estelar incidente en LP 890-9c es de aproximadamente un 91 por ciento del incidente en la Tierra. En teoría, sería un planeta un poco más frío que el nuestro, pero, dependiendo de la composición química de la atmósfera, podría experimentar un efecto invernadero que retuviera calor e hiciera de él un mundo más caliente que la Tierra.

El revelador estudio sobre los planetas de LP 890-9 se titula “Two temperate super-Earths transiting a nearby late-type M dwarf”. Y se ha publicado en la revista académica Astronomy and Astrophysics.

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Los mundos más ricos en agua que la Tierra pueden ser más comunes de lo creído

El agua es un ingrediente esencial para la vida en la Tierra, y el ciclo del agua contribuye a mantener el clima de nuestro planeta estable y benévolo. Así, en la búsqueda de vida en nuestra galaxia los planetas con agua líquida en la superficie figuran entre los candidatos idóneos. Un nuevo estudio sugiere que muchos de los planetas conocidos como supertierras o minineptunos pueden albergar grandes cantidades de agua, con composiciones de hasta un 50% de roca y un 50% de agua. (En comparación, la Tierra está compuesta por solo un 0,02% de agua). Pero el agua de esos mundos se encuentra posiblemente bajo la corteza, en lugar de fluir por la superficie en forma de océanos o ríos.

Gracias a los avances en los instrumentos de observación, el hallazgo de planetas en otros sistemas solares aumenta a pasos de gigante. Y un mayor número de planetas bien caracterizados permite identificar patrones demográficos, igual que observar la población de una ciudad entera puede revelar tendencias difíciles de detectar a nivel individual.

En el estudio recién publicado se analizan todos los planetas detectados en estrellas enanas rojas (de clase espectral M), un tipo de estrellas menos masivas que el Sol y las más abundantes en nuestra galaxia, la Vía Láctea. “Fue una sorpresa descubrir evidencias de tantos mundos acuáticos que orbitan el tipo de estrella más común en la galaxia”, apunta Rafael Luque, coautor del estudio e investigador del Instituto de Astrofísica de Andalucía (IAA) en España y de la Universidad de Chicago en Estados Unidos. “Tiene enormes consecuencias para la búsqueda de planetas habitables”.

Los hallazgos de planetas en torno a enanas M son numerosos, pero se trata de hallazgos indirectos, realizados gracias al estudio de los efectos de los planetas sobre sus estrellas: bien analizando la disminución de brillo que se produce cuando el planeta pasa por delante de su estrella, o estudiando el pequeño tirón gravitatorio que el planeta ejerce sobre ella al girar a su alrededor.

“Cada una de las dos formas diferentes de descubrir planetas te aporta una información complementaria. Al captar la disminución de brillo producida cuando un planeta cruza frente a su estrella podemos determinar el diámetro del planeta, y al medir la diminuta atracción gravitacional que un planeta ejerce sobre una estrella podemos calcular su masa”, apunta Enric Pallé, investigador del Instituto de Astrofísica de Canarias y de la Universidad de La Laguna, en España, y coautor del trabajo.

Combinando el diámetro y la masa puede medirse la composición del planeta, y determinar si se trata, por ejemplo, de un planeta gigante gaseoso como Júpiter o de un planeta pequeño, denso y rocoso como la Tierra. Al estudiar una población de cuarenta y tres planetas, emergió una imagen sorprendente: la baja densidad de un gran porcentaje de los planetas sugiere que estos planetas son probablemente mitad roca y mitad agua.

Aunque la primera idea que puede surgir al contemplar esas proporciones apunte a grandes océanos, estos planetas se encuentran tan cerca de sus soles que si existiera agua en la superficie se hallaría en una fase gaseosa supercrítica, lo que aumentaría su radio. “Pero eso no es lo que vemos en las muestras, lo que sugiere que el agua no está en forma de océano superficial», explica Rafael Luque, que realizó gran parte del estudio durante su tesis en el Instituto de Astrofísica de Canarias.

El hallazgo contradice la idea generalizada de que estos mundos son o bien secos y rocosos o bien tienen una extensa y tenue atmósfera de hidrógeno, helio, o ambos. Por el contrario, estos mundos se dividen claramente en dos familias: rocosos o acuáticos. Este escenario refuerza una de las teorías de formación planetaria más aceptadas, que sugiere que los mundos rocosos se forman en las partes internas de sus sistemas solares, mientras que los mundos acuáticos se forman en las regiones más externas y después migran hacia el interior con el tiempo.

Aunque los indicios resultan convincentes, el siguiente paso consiste en obtener una prueba irrefutable de que estos planetas son mundos acuáticos, lo que se espera conseguir con el telescopio espacial James Webb (JWST), recientemente lanzado al espacio por la NASA y sucesor del telescopio espacial Hubble.

El nuevo estudio se titula “Density, not radius, separates rocky and water-rich small planets orbiting M dwarf stars”. Y se ha publicado en la revista académica Science.

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El origen del primer reptil planeador

Desde que en 1907 se descubrieron los primeros restos fósiles del Coelurosauravus elivensis, el primer reptil planeador del mundo, se ha venido produciendo un intenso debate sobre cómo vivía realmente este animal durante el Período Pérmico Tardío (hace entre 260 millones de años y 252 millones) y cómo encajaban unas con otras las partes de su cuerpo.

Después de más de un siglo, por fin hay suficientes fósiles para crear una reconstrucción casi perfecta del esqueleto de esta inusual criatura con aspecto de dragón, y unos científicos han realizado esta labor, descubriendo por qué la evolución llevó a la aparición de este reptil.

El estudio lo ha llevado a cabo el equipo internacional de Valentin Buffa, de Museo Nacional de Historia Natural en París, Francia.

Buffa y sus colegas han descubierto que fue un cambio en la cubierta forestal lo que empujó al desarrollo de la capacidad de volar en este animal, aunque dicha capacidad estuvo limitada a planear.

Los reptiles de los que deriva el Coelurosauravus elivensis se desplazaban de un árbol a otro como parte de su vida cotidiana. La cubierta forestal, o más concretamente el dosel arbóreo, o sea el “tejado” formado por las copas de los árboles, era lo bastante tupido como para transitar de un árbol a otro andando o dando pequeños saltos. Cuando se produjo un cambio en la cobertura forestal que condujo a un mayor espaciamiento entre árboles, pasar de uno a otro se volvió cada vez más difícil, y la necesidad de dar saltos cada vez más largos, manteniendo al mismo tiempo un buen control de la dirección en el trayecto aéreo, acabo promoviendo en estos animales adaptaciones anatómicas que les ayudaban a transitar entre árboles mediante un vuelo por planeo. Este era el modo más eficaz de desplazarse entre árboles y fue el promovido por la evolución.

El estudio se titula “The postcranial skeleton of the gliding reptile Coelurosauravus elivensis Piveteau, 1926 (Diapsida, Weigeltisauridae) from the late Permian Of Madagascar”. Y se ha publicado en la revista académica Journal of Vertebrate Paleontology.

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