Mucho antes de que Isabel II falleciese en su querido Balmoral el 8 de septiembre de 2022, la Operación London Bridge, que definía las acciones estatales que seguirían a su muerte, ya había anticipado todas las posibilidades. Esta previsión, muestra última del pragmatismo y sensatez de la monarca Isabel II, distaba mucho de la confusión con la que se recibió la muerte de la penúltima gran reina de Reino Unido.
En enero de 1901, la reina Victoria agonizaba a los 81 años en Osborne House, su propiedad en la Isla de Wight. Según Stewart Richards, autor del fascinante Curtain Down at Her Majesty’s («Se cierra el telón de su majestad»), mientras la reina yacía apaciblemente, rodeada de sus familiares, los cortesanos trataban de averiguar a toda prisa cómo proceder a continuación.
Sin fotos que les sirvieran de referencia y ante la escasez de personas que siguiesen vivas y recordasen cómo fue la muerte del anterior monarca, los funcionarios de la realeza estaban sumidos en el desconcierto. “La ignorancia con respecto al precedente histórico por parte de hombres cuyo trabajo era estar al corriente no deja de ser una cosa maravillosa», bromeaba Reginald Brett, vizconde de Esher.
Disponían de poco tiempo para averiguarlo. A las 18:30 del 22 de enero, la reina Victoria falleció en los brazos de su nieto, el káiser Guillermo II. Pese a ser el primogénito de Victoria, el entonces rey Eduardo VII, trató de controlar la narrativa haciendo pública la noticia de la muerte de su madre, la prensa no tardó en sumirse en el caos. “Se me informó de que el panorama yendo colina abajo hasta Cowes (en la Isla de Wight) había sido lamentable», narraba Ponsonby, citado por Richards. “Podía verse a los reporteros en carruajes y bicicletas corriendo rumbo a la oficina de Correos de East Cowes, y los hombres decían a gritos ‘¡La reina ha muerto!’ mientras corrían”.
Todo pareció torcerse desde el principio. La reina había pedido no ser embalsamada, así que tuvieron que encargar un ataúd a la mayor brevedad posible. No obstante, al llegar el empleado de la funeraria se descubrió que no había traído consigo el féretro que esperaban, ya que, según sus propias palabras, él mismo habría de tomarle las medidas a la reina recién fallecida.
El belicoso káiser Guillermo, ya de por sí despreciado por la mayoría de sus familiares británicos por lo desagradable de su personalidad, estaba indignado: “Siempre es así, cuando una muere persona ordinaria, humilde, todo se organiza con bastante facilidad, con cuidado y reverencia. Cuando muere un ‘personaje’, todos ustedes pierden la cabeza y cometen errores estúpidos de los que deberían avergonzarse. En Alemania sucede igual que en Inglaterra: ¡Sois todos iguales!».