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Amor, leyenda, coplas y tragedia: cómo la boda de Alfonso XII y María de las Mercedes conquistó el imaginario español

A las 12 del mediodía del 23 de enero de 1878, en la Real Basílica de Nuestra Señora de Atocha de Madrid, tuvo lugar una de las grandes bodas de la historia casa real española, inmortalizada en la copla Romance de María de las Mercedes, de 1948, y el largometraje ¿Dónde vas Alfonso XII?, de 1959. Dos recreaciones de la historia de amor entre los nietos del rey Fernando VII. En realidad, Alfonse XII contrajo matrimonio con su prima la infanta María de las Mercedes de Orleans y Borbón tras recorrer un camino hacía el altar lleno de cantos y menos enamorado de lo que cuenta la lírica.

Alfonso y María de las Mercedes se conocieron el mismo día del nacimiento de ella, el 24 de junio de 1860, ya que nació en el Palacio Real de Madrid cuando él sumaba dos años y ostentaba el título de príncipe de Asturias. La chispa no surgió entonces, naturalmente, sino cuando se encontraron en el castillo galo de Randan las Navidades de 1872, en un intento de su abuela materna por reconciliar a los Borbón con los Orleans. La infanta Eulalia, hermana pequeña del rey, describió a la adolescente de 12 años como una muchacha con “los ojos oscuros y grandes, sombreados por lindísimas pestañas, el pelo negro como de pura andaluza y la piel mate, suave y delicadísima. Le hacían el prototipo de la garbosa española, a la vez llena de finura y aristocracia. Era una mujer altiva, llena de misteriosa sugerencia, dulce en el hablar meloso, que se había hecho al acento andaluz”.

Las crónicas de entonces dicen que era resultona, menuda y alegre. Otras le pintan bigote. Según varias, el pretendiente le llegó a confesar a un compañero de estudios del Theresianum de Viena que “cuando la vi, me di cuenta de que la quería desde antes de haberla conocido. Desde el primer instante comprendí el porqué de mi existencia”. Esta pasión no le impidió intimar con la cantante Elena Sanz –entre otras amantes–, con la que después tuvo dos hijos, Alfonso y Fernando Sanz, en 1880 y 1881, y a la que Isabel II llegó a describir como “mi nuera ante los ojos de Dios”.

El día de su 20 cumpleaños, el 28 de noviembre de 1877, el rey decidió que se casaría con su prima, esa a la que, tres años antes, cuando se despidió del exilio para ocupar el trono de España, le había prometido que “nada ha cambiado para mí, si soy rey, tú serás mi reina, y prefiero dejar de serlo antes de que dejes de ser mi mujer”.

Desde París, la primera en oponerse al matrimonio de su hijo y su sobrina fue la reina Isabel II, llegando a asegurar que “ni atada voy a esa boda”, ya que “contra la muchacha no tengo nada, pero con Montpensier no transigiré nunca”. A pesar de esta última afirmación, en la intimidad, tildó a su hija política de “mosquita muerta”. Tras su negativa a acudir a la boda, la abuela materna del rey, la reina Maria Cristina de Borbón, se ofreció como madrina sin atender al hecho de que había sido expulsada de España, por corrupta, 24 años antes. El día de la ceremonia amaneció enferma y fue sustituida por su nieta, la primogénita de “la reina de los tristes destinos” y hermana mayor de Alfonso, la infanta Isabel la Chata, que hasta entonces, a falta de consorte real, estaba empleada llevando a cabo funciones de primera dama.

 

La reina Isabel, en malos términos con su marido, sorprende que escribiese entonces a su hija, la infanta Pilar, lo siguiente: “Mucho siento no asistir a la boda de tu hermano; pero, como quiera que sea, con el corazón estaré con ellos y con toda mi alma les bendigo, deseando que tengan durante muchísimos años toda clase de venturas. ¡Qué monas estaréis con los vestidos que os he elegido y que os regalo! Hasta las flores [que adornaban los vestidos] las he elegido yo… Me figuro el placer que tendréis en volver a ver a vuestro padre; yo me alegro mucho de que vaya”.

La mayoría de historiadores le atribuyen al militar Enrique Puigmoltó, apodado como “el pollo real”, la paternidad biológica del bisabuelo del rey Juan Carlos, aunque otros se la conceden a Enrique de Borbón, hermano de Francisco de Asís. El duque de Sevilla no pudo asistir a la boda de su sobrino y la hija de sus primos porque había sido asesinado por el duque de Montpensier (el padre de la novia) en un duelo ilegal a pistola celebrado al amanecer del 12 de marzo de 1870.

El Gobierno también estaba en contra de la unión, ya que prefería como reina a una princesa de alguna corte extranjera con la que llevar a cabo alianzas políticas, hasta que su presidente, Antonio Cánovas del Castillo, entendió la argucia de Alfonso al ver cómo el pueblo, que había bautizado a María de las Mercedes como “carita de cielo”, devoraba diariamente los capítulos del folletín. Durante el debate sobre el matrimonio real celebrado en las Cortes el 10 de diciembre, el diputado Claudio Moyano defendió la candidatura de la española con una frase que endulzaba todavía más la historia: “La infanta doña Mercedes está fuera de toda discusión: los ángeles no se discuten”. Al final solo se opusieron cuatro representantes de la soberanía y la prensa afiló la punta del lápiz de la cursilería señalando que “el joven soberano se casa enamorado y eso se percibe hasta en la atmósfera madrileña, que está envuelta en aroma nupcial”. Como los novios eran primos hermanos, también necesitaron de una dispensa papal para casarse por la Iglesia.

Tres días antes del enlace, María de las Mercedes, que residía en el sevillano palacio de San Telmo junto a sus padres, se instaló en el madrileño de Aranjuez. El día de la boda y vestida de novia, partió del real sitio en tren hasta la estación del Mediodía (actualmente de Atocha). Por el camino, la máquina se detuvo en los municipios más importantes para que los curiosos pudiesen ver a la infanta, que se había engalanado con un aderezo de diamantes y perlas.

La noche antes de la ceremonia se comunicó por teléfono con su prometido, que pernoctó en el palacio de El Pardo, siendo esta la primera conexión a larga distancia que se estableció en España. La conversación duró 15 minutos y arrancó así:

-¡Merchita! ¿Qué tal por Aranjuez?

-Hola Alfonso, no te oigo…

-Que cómo estás

-Ahora, ahora… bueno, con nervios para mañana… Y tú, ¿cómo estás, Alfonso?

Del vestido de novia se encargó Presentación Cervera Sánchez, la más célebre modista de su época en el país, quien cosió para la infanta un diseño abierto por el peto que marcaba la cintura y del cual se prendieron finos encajes y flores de azahar. El rey se hizo cargo de la factura. Por el traje nupcial, el velo de encaje de Alençon, pañuelo y abanico con las armas en el mismo encaje, pagó 32.545,8 pesetas. Como Alfonso y María de las Mercedes eran de la misma altura, los zapatos no llevaban tacón. Los duques de Montpensier, con fama de tacaños, se hicieron cargo de abonar el resto por los modelos que engalanaron a su criatura de reina consorte.

El ajuar de María de las Mercedes se confeccionó íntegramente en España por la empresa El Louvre, aunque alguna de las telas procedían del extranjero, como es el caso de los hijos de Irlanda, encajes de Francia y batistas de Holanda. Manos artesanas se ocuparon de bordar los pañuelos con la corona real encima de las iniciales de los reyes. En el libro La reina Mercedes, Ana de Sagrera recoge el total de las piezas del conjunto, así como los precios. Por ejemplo, tres docenas de enaguas para vestidos de cola, media cola y redondas por abajo ascendían a 3.210 pesetas; y seis docenas de medias dos de hilo escocés, dos de algodón, unas caladas y una de seda, a 780 pesetas.

El novio llegó a la basílica desde el Palacio de Oriente, preocupado por el estado de su futura, que había sufrido un ligero desvanecimiento. Vestía uniforme de pantalón blanco y guerrera azul marino con galones de capitán general y el Toisón de Oro. El templo había sido iluminado con más de mil cirios y decorado con colgantes de terciopelo carmesí bordados con las armas del escudo de España. El rito fue oficiado por el patriarca de las Indias, Francisco de Paula de Benavides. Antes de volver al alcázar, los recién casados recorrieron, montados en una carroza tirada por ocho caballos españoles, el paseo de Atocha, el Botánico, el paseo del Prado, la calle Alcalá, la Puerta del Sol, la calle Mayor y el Arco de la Armería.

Ese 23 de enero, día de San Alfonso, se organizaron en Madrid, entre otras actividades, un desfile de las Tropas de la Guarnición en la plaza de Oriente y funciones en los teatros Alhambra, Apolo, Comedia, Español, Infantil, Martín, Novedades, Variedades y Zarzuela. Para que el pan no faltara en ninguna casa, este se incluyó como limosna en el programa de actos públicos. La noche de bodas se encendieron por primera vez luces eléctricas en la Puerta del Sol a través de faroles con arcos voltaicos y las fuentes de Cibeles y Neptuno se rodearon con mecheros de gas encerrados en globos de colores. El Ayuntamiento había abierto una calle con el nombre de Reina Mercedes y había metido prisa para que se acabasen las obras del hipódromo, al final del paseo de la Castellana. También se concedieron algunos indultos y la mayoría de las Diputaciones Provinciales conmemoraron la fecha construyendo carreteras, escuelas, hospitales… El pueblo respondió a tanto gesto sufragado con sus tributos componiendo una coplilla que rezaba: “Quieren hoy con más delirio, a su rey los españoles, pues por amor va a casarse, como se casan los pobres”.

Esa misma noche, los reyes presidieron un gran banquete en el Palacio de Oriente y al día siguiente una recepción en el Salón del Trono. Para cubrir el lecho real se utilizó un tapiz bordado en oro que había sido confeccionado y recientemente restaurado en la Real Fábrica de Tapices.

El día 25, la familia real en pleno asistió a la corrida que el Ayuntamiento  había costeado y que tuvo como protagonista al torero Frascuelo. Al atardecer, cruzaron hasta el Teatro Real para asistir al estreno de la ópera nacional Roger de Flor, de Ruperto Chapí, interpretada por dos pesos pesados italianos: Enrico Tamberlick y la Borghi.

Por fin, el día 28 de enero, Alfonso y María de las Mercedes se despidieron de los duques de Montpensier y sus hijos, que se instalaron durante unos días en El Escorial; de los reyes María Cristina y Francisco de Asís (suegra y yerno se volvieron a París), y de los embajadores llegados para la boda.

Hasta mediados del mes de febrero, el monarca y su consorte disfrutaron de su luna de miel en El Pardo, donde comían poco y casi no salían de la cama. De vuelta en el Palacio Real de Madrid, la reina de las copillas demostró más interés por los juegos infantiles compartidos con sus primas, las infantas Pilar, Paz y Eulalia, que por sus deberes. Unas tareas de representación que siguió llevando a cabo, encantada, la infanta Isabel, quien siempre reprendió al resto de la familia con aquello de “una es infanta antes que mujer”.

A  principios del mes de marzo, la reina se quedó embarazada y los médicos le recomendaron reposo como fórmula para aliviar su malestar. Antes de estrenar abril, María de las Mercedes sufrió un aborto. Durante toda la primavera, la salud de la consorte siguió preocupando en la corte hasta que en junio pareció mejorar, aunque la paciente, muy pálida, continuó sintiendo escalofríos, fiebre y agotamiento. Muchos especularon con que estaba de nuevo encinta. El 18, la joven volvió a la cama víctima de unas hemorragias intestinales y se decidió cancelar todos los actos públicos dentro de palacio, se prohibió el uso de trompetas y se cubrió de tierra la calle de Bailén para que las ruedas sobre el empedrado no molestasen a la dama. Los galenos no se apresuraron a publicar un diagnóstico, aunque por todo Madrid corría el rumor de que la reina se moría de tifus. El 24, mientras sonaban las salvas de cañonazos para celebrar su 18 cumpleaños, María de las Mercedes recibió la extremaunción entre constantes vómitos de sangre.

Dos días después, pasadas las 12 del mediodía, la Orleans, a la que ya era difícil reconocer, falleció en los brazos de su amado Alfonso XII. Con esta muerte nació la leyenda de opereta de la dalia que cuidaba Sevilla y el real mozo muy cortesano con bigote y patillas.  Entonces, se empezó a contar que, años atrás, una adivina le había leído la palma de la mano a María de las Mercedes, asegurándole que “veo en tu mano una corona de reina. Veo que serás coronada por gracia de tus virtudes y por virtud de tus gracias; un rey y un pueblo estarán de rodillas a tus pies… Pero ¡oh!”. Y lanzando ese grito, horrorizada por lo que había visto, la vidente huyó despavorida.

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